martes, junio 20, 2006

Éxito, triunfo y maldición

Hace algunos días, un amigo me hizo llegar un artículo (La maldición del triunfo) publicado en el País del 9 de Junio. El artículo en cuestión invita a la reflexión sobre el éxito profesional y las exigencias de éste. "Pleitos tengas y los ganes", dice la maldición gitana. Y yo me pregunto hasta que punto existe otra maldición en el mundo de muchos profesionales: la de una vida exitosa.
No quiero decir que fracasar sea bueno, ni tampoco que sea conveniente llevar una vida profesional tibia, pero desde luego el triunfo implica riesgos, de los que no siempre somos conscientes y de los que hay que aprender a vacunarse con el tiempo.
El mundo se mueve rápido, es competitivo y el autor del artículo (Antonio Argandoña) expone que en esas condiciones, el éxito exige ser una persona crónicamente ocupada, viviendo entre reuniones, visitas, viajes... siendo esclavo de las llamadas (a ésto contribuye especialmente la telefonía móbil) y convirtiendo a la persona exitosa en una especia de equilibrista que mantiene media docena de platos sobre unos palos, a la vez que se va corriendo de un lado para otro intentando evitar que se caigan. Y llegado a ése punto, no queda tiempo para reflexionar sobre lo que uno está haciendo. Queda, eso sí, la impresión de que algo no termina de funcionar bien.
Y además, es posible que para la persona triunfadora el principal problema no sea tanto la falta de tiempo como el temor no a las preguntas, que ya las conocemos, sino a las respuestas. Como decía el pintor Degas: "hay una clase de éxito que no se puede distingir del pánico". Tal vez sea así porque en algún momento el hombre o la mujer con éxito han pasado la iniciativa a los demás. Parecen personas extraordinariamente independientes y activas, pero de hecho están desempeñando los papeles que los demás les señalan, colocados sobre un abismo casi invisible. Son virtuosos ejecutores de los roles que otros han creado para ellos.
Situando a las personas bajo ésas condiciones, supongo que dan ganas de decir aquello de: "Paren el mundo que me bajo". Yo no me atrevería a decir tanto, pero reconozco que hay algunos momentos en los que me gustaría que la ruleta del desenfreno por lo menos no girase tan rápido.