De nuevo en Lisboa (3)
Para el siguiente día hicimos un planteamiento casi previsible: alejarnos de la Lisboa más céntrica para visitar Belém. El barrio de Belém es uno de los lugares más agradables y emblemáticos de la ciudad. Está repleto de espacios verdes, jardines, museos... además de algunos de los monumentos más característicos de Lisboa y de toda Portugal. Guardaba un buen recuerdo de esta zona y me apetecía mucho regresar a ella.
Salimos temprano del hotel, sin haber desayunado, con la intención de hacerlo en alguna de las numerosísimas pastelerías que hay repartidas por la ciudad. Y es que la gran variedad de dulces y pasteles bien se merecen una atención especial por parte del viajero. Los portugueses son muy aficionados a los dulces y más allá de los tradicionales pastéis de nata, en los escaparates de dichas pastelerías pueden encontrarse gran variedad de madalenas, tartaletas hojaldradas de almendra, pasteles de crema, bizcochos de chocolate, pequeños dulces de limón... una maravilla, oigan. Así que a diferencia de mi primer viaje, en esta ocasión disfruté mucho más de la repostería portuguesa, aprovechando para detenerme a desayunar todos los días en alguna pastelería distinta, y haciendo frecuentes altos en el camino para sentarme a disfrutar de los dulces lisboetas.
Una vez arreglada la cita con el desayuno, cojimos un tranvía desde la Praça do Comércio para llegar hasta Belém. El trayecto me tocó hacerlo enteramente de pie, ya que el vagón iba lleno de gente, en una de esas curiosas mezclas de turistas, trabajadores y estudiantes que acostumbra a darse en las grandes urbes. Tras pasar por debajo del puente del 25 de Abril, dejar atrás la estación de Cais do Sodré (dónde puede cojerse el tren que conecta con Cascais) y vislumbrar fugazmente el Palacio del Presidente de la República, llegamos a nuestro destino y nos plantamos delante del hermosísimo conjunto manuelino del Monasterio de los Jerónimos.
Abarrotado de turistas, el templo ofrece una imagen curiosa de buena mañana, con un fuerte contraste entre la profunda historia que respiran sus paredes y la modernidad de las cámaras con las que los turistas japoneses e ingleses se apresuran a captar todos los detalles de las tumbas del navegante Vasco da Gama y del poeta Luis de Camoes. Los turistas parecen querer invadir cada rincón de la iglesia y nos resulta difícil movernos entre sus pasillos. Aún así, la visita nos merece bien la pena, ya que la amplitud y la luminosidad del interior sigue resultando igual de impresionante por muchas veces que se haya visto. Pasamos al claustro, con su patio central cubierto por un pedazo de cielo limpio y azul, sin nubes, en el que el sol luce magnífico y radiante.
Recorriendo el claustro nos detenemos en el monolito levantado en honor del poeta Fernando Pessoa, gran nombre de las letras portuguesas del que se depositaron las cenizas ante este lugar. Entre la belleza y el silencio de dicho lugar, resuenan las palabras de Álvaro de Campos grabadas sobre uno de los laterales del monolito: "No quiero nada. Ya dije que no quiero nada. No me vengan con conclusiones. La única conclusión es morir.". Muy cerca de aquí, en el centro mismo de la sala capitular del monasterio, descansan los restos de otro ilustre hombre de letras y escritor romántico portugués, Alexandre Herculano de Carvalho. Resulta curioso ver y sentir como conviven en este lugar la admiración por la arquitectura manuelina y el respeto por la tradición y las letras portuguesas, pues entre estos muros, como hemos visto, reposan algunos grandes nombres de la literatura de Portugal.
Abandonamos el monasterio y nos refugiamos en el restaurante "Os Jerónimos". Nos recibe un simpatiquísimo camarero que en un santiamén nos coloca en una mesa y nos hace un par de recomendaciones gastronómicas que aceptamos casi sin dudar. El arroz de peixe, como todos los platos de pescado en este lugar, resulta delicioso y mientras disfrutamos pausadamente de la comida, el camarero de antes no cesa de dar vueltas alrededor del comedor a un ritmo frenético, sin dejar de dar instrucciones a sus compañeros y lanzar proclamas en voz alta. Antes de abandonar el lugar, el camarero detiene su frenesí un instante y se acerca hasta nuestra mesa para decirnos, en un gracioso castellano: "amigos, muchas gracias y que tengan unas felices vacaciones". Un tipo del todo encantador que después de decirnos esto, sigue con su frenesí anterior a lo suyo.
El siguiente paso lo damos en busca de los célebres pastéis de nata de Belém. Estos pasteles pueden encontrarse en muchísimos establecimientos de Lisboa, pero los más famosos, originales y genuinos pueden encontrarse en la antiga confeitaria de Belém. Un detalle curioso es que estos pasteles son muy populares en China, ya que fueron introducidos en el país asiático cuándo Macao aún era colonia portuguesa. En chino, los pasteles de Belém han sido llamados "dan ta", que viene a significar algo así como pastel de huevo.
Con el consabido paquete de pasteles a cuestas, nos damos un paseo hasta las inmediaciones de la Torre de Belém. Hacemos un café en una terraza cercana, y desde la mesa, me entretengo observando con detenimiento a algunos "aparcacoches" que se pasan las horas pidiendo limosna a cambio de su "ayuda" para estacionar los coches. Me resulta curioso, porque tan sólo un año antes, durante mi anterior visita, no había ni rastro de estos "aparcacoches", y sin embargo ahora se les puede encontrar por buena parte de la ciudad, especialmente en los lugares más turísticos.
Con la tarde un poco más avanzada, procedemos a visitar la Torre de Belém. Al cruzar el puente que conduce hacia la entrada, vemos una medusa de considerables proporciones embarrancada a pocos metros de la orilla, junto a la torre. La edificación se alza majestuosa y nos tomamos la visita a través de sus salas con una calma inusitada. A medida que ascendemos por cada una de sus plantas, nos detenemos en cada rincón, observamos cada detalle, buscando una nueva perspectiva de cada espacio. Y con cada perspectiva y cada detalle, la torre cobra una nueva dimensión. No nos cuesta imaginarla com escenario de torturas y batallas, como prisión, como puesto de mando o como almacén. La torre sorprende y estremece al mismo tiempo y a medida que se asciende por su estrecha y empinada escalera, su dimensión crece y su altura la hace parecer mayor de lo que es realmente. Esta visita me sorprendió mucho más que la de la primera ocasión. Creo que pude apreciar mejor la belleza del monumento y a la vez, me dejé llevar mucho más por la historia que se encierra tras sus paredes, sus cúpulas y su baluarte.
Abandonamos la torre coincidiendo con la hora del cierre al público en general. Cansadísimos, emprendemos el viaje de vuelta. De nuevo, me toca pasarme de pie el trayecto a bordo del tranvía, y cuándo llego hasta Praça do Comercio, sólo me quedan fuerzas para avanzar con un trote cansino mientras subimos por la Baixa. Los escasos metros de la Calçada da Gloria (metros en los que, por cierto, se encontraba un Night Club de dudosa reputación que desde bien temprano ya estaba abierto,) rumbo al hotel se hacen interminables. Y cuándo por fin llego a la habitación me dejo caer en la cama y me quedo sumido en un profundo y largo sueño del que ya no me despertaría hasta el día siguiente.
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