De nuevo en Lisboa (2)
Un taxi fue lo primero que pisé en mi regreso a Lisboa. Por supuesto, como la mayoría de taxis locales, éste se trataba de un viejo modelo Mercedes con un tipo reservado al volante. El trayecto hasta el hotel estuvo marcado por el tráfico intenso de las primeras horas de la mañana y lo primero que me llamó la atención en el panorama que ofrecía la ciudad fueron los numerosísimos carteles electorales que estaban colgados por todas partes. No en vano, dos días antes de mi llegada se habían celebrado elecciones municipales en todo el país y los rostros de los candidatos municipales todavía relucían en las calles de Lisboa que, por cierto, tras los resultados de los comicios seguirá con alcalde socialista.
Mi hotel estaba en la Rua da Gloria, muy cerca del centro de la ciudad y apenas a algunos pasos de la Calçada da Gloria, empinadísima calle por la que discurre uno de los pocos elevadores que aún quedan activos en la ciudad, uniendo el centro neurálgico con el Bairro Alto. Se trataba de uno de esos hoteles residenciales que resultan ser más cómodos que aparentes, de precio barato, con habitaciones oscuras de gustos sencillos y sin demasiadas pretensiones. Pero era perfecto para el visitante que busca resposar las horas justas en un lugar privilegiado de Lisboa.
Después de tomar contacto con la habitación, soltar las maletas y casi sin perder un segundo, nos pusimos en marcha. Volví a pisar una soleada y deslumbrante Avenida da Liberdade con una sonrisa en la cara, y al momento ya estaba bajando por la Rua Augusta dispuesto a atravesar el arco que corona una de las calles más hermosas del lugar y que lleva hasta la Praça do Comercio. Una plaza que desgraciadamente y para mi sorpresa, actualmente se encuentra en plena remodelación y de la que solo se puede acceder a sus laterales. Con un lamento breve, tuve que quedarme mirando la estatua de José I emergiendo entre las obras sin poder acercarme a contemplarla de cerca. "Obra a obra, Lisboa melhora", rezaba la valla que rodeaba la plaza.
Dejando atrás la Baixa, emprendimos camino a Alfama, escojiendo atravesar la freguesía de Sé y deteniéndonos en la catedral de Santa Maria Maior, la iglesia más antigua de la ciudad, que con sus torres cuadradas y coronadas por campanas parecía darnos la bienvenida al lugar. El paseo por el interior de la catedral resulta poco luminoso, excepto al acercarse a las capillas situadas tras el altar, en las que de nuevo como un año antes, me detengo a contemplar el hermoso y detallista belén obra de Machado de Castro. La salida al claustro en la parte trasera del altar me devuelve a ese rincón silencioso. Contemplo la excavación que ha sacado a la luz restos romanos, visigodos y musulmanes, no en vano, la catedral se edificó sobre las paredes de la antigua mezquita que dominaba Lisboa hace casi mil años.
Abandonamos los muros de la catedral y seguimos subiendo mientras nos adentramos en Alfama, con sus empinadas cuestas, su suelo irregular y el trazado irregular de las calles. Algunos siglos atrás, este era el barrio de las clases pudientes lisboetas, pero tras el gran terremoto de 1755, la clase alta fue abandonando progresivamente el lugar, y éste fue ocupado por pescadores y obreros que lo convirtieron en la cuna del fado, la canción tradicional y popular portuguesa. El reflejo de la historia de Alfama sigue bien presente en sus calles, que permiten contemplar pintorescos edificios y fachadas históricas rodeadas por un ambiente pintoresco y bohemio. Probablemente, Alfama sea el lugar más especial de Lisboa.
Coronando Alfama llegamos al Castelo de Sao Jorge, desde el que las vistas sobre los tejados que bajan hasta el Tajo son espectaculares. Es casi mediodía y el lugar está repleto de turistas, entre ellos un buen puñado de catalanes. En este lugar vivió durante muchos años la familia real portuguesa, aunque el castillo también ha vivido épocas en los que sirvió de prisión, de almacén e incluso de teatro. Hoy es uno de los lugares más turísticos de Lisboa. Al atravesar sus muros, los acordes de una guitarra llegan hasta nuestros oídos. Un músico acaricia las cuerdas del instrumento en el patio mayor del castillo. Nos subimos a las almenas y desde las torres situadas sobre el muro oeste, veo la cúpula de Santa Engracia en la lejanía recubierta completamente por andamios.
Salimos del castillo buscando recorrer Alfama cuesta abajo en busca de un lugar para hacer la comida de mediodía, y tras un par de rodeos para pasar por las terrazas del mirados de Santa Luzía, llegamos hasta un pequeñísimo restaurante situado junto a los muros de la catedral en el que sirven el que creo que es el mejor bacalao que he comido en Lisboa, lo que no es decir poco. El espacio del restaurante es tan reducido que durante la comida sucede algo curioso: un grupo de turistas ingleses entra al restaurante y piden una mesa. El camarero, tras estrujarse las ideas para buscar una solución que permita dar cabida a los ingleses, me pregunta si nos importaría cambiar de mesa mientras estamos en plena comida, devorando el primer plato. Así que, aún con el tenedor en una mano y una copa de vino en la otra, hacemos un veloz cambio de mesa para continuar como si nada.
Después de comer volvemos al hotel para tomarnos un descanso que nos permita reemprender la actividad a partir de la media tarde. Y tras ese reposo nos marchamos al Chiado, otro rincón mágico de la ciudad, que a esa hora bulle de actividad. Me detengo, como no, a tomar algo en el Brasileira, mientras las luces empiezan a encenderse en las fachadas y las farolas. Pero esto sólo supone un breve respiro en el camino, que esta noche me conduce al Severa, local de fados del Bairro Alto dónde ya estuve un año antes pero del que salí con ganas de revivir una segunda parte.
Nada más atravesar las puertas del Severa me vi conducido entre la penumbra y la luz de las velas hasta un rincón del comedor. Una fadista ya se encuentra en plena actuación con una voz nostálgica cuándo me siento en la mesa y a partir de ese instante, somos testigos de un amplio repertorio de fados cantados por voces masculinas y femeninas. Lo mejor que uno puede hacer en este lugar es disfrutar de la letra triste o irónica del fado sin pensar en nada más, desconectando de todo. La noche transcurre y el ambiente nos embriaga. También tenemos ocasión de escuchar algunas "guitarradas", fados instrumentales que terminan de amenizarnos hasta que el espectáculo se da por concluido.
El Severa queda atrás, y el regreso al hotel lo disfruto con un Montecristo en los labios, mientras desciendo la Calçada da Gloria con paso firme pero cuidadoso. Cierro mi primer día de este retorno a Lisboa con un vistazo de una calle oscura, tranquila y hermosa, reconfortado por verme de nuevo en este fantástico lugar, y por poder hacerlo con la mejor de las compañías.
Imagen de http://www.lazapatilla.com
Imagen de http://blogs.shawfest.com
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