Allen
Cómo una alegoría construida a base de detalles de una Barcelona irreal (si es que acaso existe alguna Barcelona real... yo tengo mis dudas), la última película de Woody Allen me pareció un alegato a los amores incompletos y a esas relaciones cuasi perfectas que se truncan con la fragilidad del vidrio tras el golpe inesperado.A pesar de ese alegato del amor, me quedé algo frío después de ver "Vicky Cristina Barcelona". Quizás fué porque no presté la necesaria atención a la proyección, o quizás tengo una idea distinta de lo que debe ser una película de Woody Allen y recurro al típico tópico que tengo guardado en mi cabeza. Porque cuándo me dispongo a ver una película de ese señor pequeño y esmirriado, de mirada tristona y asustadiza tras unas sólidas gafas de miope, pelo escaso, manos pajariles, nariz ganchuda y cejas permanentemente alzadas... cuándo me dispongo a ver una película de ese tipo de cara cómica, espero que una insospechada actividad anímica se apodere de la pantalla, espero una cadena de frustraciones y pequeñas catástrofes cotidianas que me resulten entrañables y me aproximen a los personajes. Espero que esos personajes no paren de hablar por temor a que se les entienda todo, que constantemente duden y me hagan dudar en voz alta. Y sobretodo espero afecto, gratitud y admiración con un ritmo que me haga sentir vivo.
Aunque tal vez espero demasiado y ese sea el error. Pero claro, aún sigo pensando en aquellas conmovedoras palabras del principio de "Manhattan", cuándo la ciudad de Nueva York desfilaba ante nuestros ojos a ritmo de clarinete mientras una voz en off nos decía: "Capítulo primero: Él era tan duro y romántico como la ciudad a la que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar -ah, esto me encanta-. Nueva York era su ciudad y siempre lo sería". O tal vez debería pensar menos en según qué cosas y disfrutar más de lo que me brinda cada momento.


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