martes, octubre 28, 2008

Allen

Cómo una alegoría construida a base de detalles de una Barcelona irreal (si es que acaso existe alguna Barcelona real... yo tengo mis dudas), la última película de Woody Allen me pareció un alegato a los amores incompletos y a esas relaciones cuasi perfectas que se truncan con la fragilidad del vidrio tras el golpe inesperado.
A pesar de ese alegato del amor, me quedé algo frío después de ver "Vicky Cristina Barcelona". Quizás fué porque no presté la necesaria atención a la proyección, o quizás tengo una idea distinta de lo que debe ser una película de Woody Allen y recurro al típico tópico que tengo guardado en mi cabeza. Porque cuándo me dispongo a ver una película de ese señor pequeño y esmirriado, de mirada tristona y asustadiza tras unas sólidas gafas de miope, pelo escaso, manos pajariles, nariz ganchuda y cejas permanentemente alzadas... cuándo me dispongo a ver una película de ese tipo de cara cómica, espero que una insospechada actividad anímica se apodere de la pantalla, espero una cadena de frustraciones y pequeñas catástrofes cotidianas que me resulten entrañables y me aproximen a los personajes. Espero que esos personajes no paren de hablar por temor a que se les entienda todo, que constantemente duden y me hagan dudar en voz alta. Y sobretodo espero afecto, gratitud y admiración con un ritmo que me haga sentir vivo.
Aunque tal vez espero demasiado y ese sea el error. Pero claro, aún sigo pensando en aquellas conmovedoras palabras del principio de "Manhattan", cuándo la ciudad de Nueva York desfilaba ante nuestros ojos a ritmo de clarinete mientras una voz en off nos decía: "Capítulo primero: Él era tan duro y romántico como la ciudad a la que amaba. Tras sus gafas de montura negra se agazapaba el vibrante poder sexual de un jaguar -ah, esto me encanta-. Nueva York era su ciudad y siempre lo sería". O tal vez debería pensar menos en según qué cosas y disfrutar más de lo que me brinda cada momento.